(¿1475? + Sancti Spíritus, Cuba 1517) fue un conquistador
español, que ha pasado a la historia por la accidentada expedición que dirigió
entre febrero y mayo de 1517, durante la cual exploró, para el Imperio español,
la Península de Yucatán. Hay que indicar que el no fue el primero en descubrir
estas tierras pero si fue el principal explorador de ellas, fruto de esta
exploración descubrió Campeche.
Francisco Hernández de Córdoba era uno de los encomenderos
más ricos asentados en la isla de Cuba a raíz de su conquista en 1511. Fue
nombrado por el Gobernador de la isla, Diego Velázquez de Cuéllar, jefe de la
expedición que debía explorar los mares al occidente de Cuba y sus posibles
islas o costas continentales.
Partió de Cuba en febrero de 1517 y halló la costa de lo que
hoy es la península de Yucatán. Saliendo del puerto de Ajaruco, en la banda
norte de la provincia de La Habana, según Díaz del Castillo, o de Santiago
según algunos autores modernos,1 la flota fue sorprendida por una tormenta que
la llevó a tierra. Observaron cómo se acercaban los pobladores del lugar, con
cara alegre y muestras de paz. Cuando los españoles preguntaron con señas por
el nombre del lugar, los mayas respondieron "in ca wotoch", que
quiere decir esta es mi casa. Por esta causa le pusieron a esa tierra Punta de
Catoche, hoy Cabo Catoche.
Durante su desarrollo, los españoles tuvieron por primera
vez constancia de la presencia en América de culturas avanzadas (los mayas),
con casas de cal y canto y organización social de complejidad más próxima a la
del Viejo Mundo, y se tuvo también esperanza de existencia de oro.
Halló muchos poblados habitados y entabló en ellos contactos
puntuales, pero generalmente hostiles, al punto que resultó para los españoles
muy difícil el acopio de agua, por los ataques de que eran objeto. En uno de
ellos, en el lugar que llamaron Champotón, el ataque fue mucho más fiero de lo
normal y causó muchos muertos a los expedicionarios, siendo casi todos,
incluido Hernández de Córdoba, heridos por arma arrojadiza: flechas y azagayas.
El piloto Antón de Alaminos decidió levar anclas y dirigir
sus barcos a Florida, lugar que conocía por haber participado en la expedición
de Juan Ponce de León en 1512. Allí recalaron lo justo para recoger víveres y
agua y regresar a Cuba.
Pero Hernández no vivió la continuidad de su obra: murió en
aquel mismo año de 1517, apenas dos semanas después de regresar de su
desgraciada expedición, como resultado de las heridas y la sed sufridas durante
el viaje, y decepcionado al saber que Diego Velázquez había preferido a Juan de
Grijalva como capitán de la siguiente expedición a Yucatán.
Las noticias de la expedición alentaron a Velázquez, que
presumió la presencia de oro en poblaciones como las descubiertas y organizó
otras dos expediciones, al mando primero de Juan de Grijalva, en 1518, y luego
de Hernán Cortés, en 1519, que finalmente terminó de explorar y poblar
Mesoamérica durante la Conquista de México.
Este artículo se centra en la expedición del descubrimiento
de Yucatán, que es por otro lado lo único que puede incluir una biografía de
Hernández de Córdoba, dado que de su vida anterior sólo se sabe que residía en
Cuba en 1517, por lo que seguramente habría participado en su conquista, y que
era un hacendado rico que tenía un poblado de indios, así como amistades con
suficiente capacidad económica como para ayudarle a financiar la expedición que
le daría a la vez la inmortalidad y la muerte.
El ocho de febrero de 1517 salieron del puerto de Ajaruco,
en La Habana, o quizás en esa fecha o algo antes de Santiago, dos navíos y un
bergantín, tripulados por más de 100 personas. El capitán de la expedición era
Francisco Hernández de Córdoba, y el piloto Antón de Alaminos, de Palos.
Camacho de Triana y Joan Álvarez, “el manquillo”, de Huelva, eran los pilotos
de los otros dos navíos.
Hasta el 20 de febrero costearon la isla Fernandina (Cuba).
Alcanzada la punta de San Antón, salieron a mar abierto.
Siguieron dos días con sus noches de fuerte tormenta, según
Bernal, tan fuerte como para poner en peligro los barcos, y en todo caso
suficiente como para consolidar la duda sobre el objetivo de la expedición,
porque tras la tormenta podría sospecharse que las naves estaban perdidas.
Luego tuvieron veintiún días de bonanza, tras los cuales
vieron tierra y, muy próxima a la costa y visible desde los barcos, la primera
población de gran tamaño avistada en América, con las primeras casas de cal y
canto. Los españoles, que evocaban lo musulmán en todo lo que, siendo
desarrollado, no fuera cristiano, llamaron a esta primera ciudad descubierta en
América El gran Cairo, como luego llamarían mezquitas a las pirámides, y en
general a cualquier centro religioso.
Es razonable designar a este momento como el descubrimiento
de Yucatán —incluso "de México", si se entiende México en su sentido
y con sus fronteras modernas—, pero debe recordarse que los expedicionarios de
Hernández no eran los primeros españoles que pisaban Yucatán. En 1511 un barco
de la flota de Diego de Nicuesa, que regresaba a La Española, naufragó cerca de
las costas de Yucatán, y algunos de sus ocupantes consiguieron salvarse. En el
momento en que los soldados de Hernández avistaron y nombraron a El gran Cairo,
dos de esos náufragos, Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, vivían en la
zona de Campeche, hablaban el dialecto maya de la zona, y el segundo incluso,
parece que gobernaba una comunidad indígena. Eso no quita el mérito del
descubrimiento a Hernández: al descubrimiento suele exigírsele que el hallazgo
sea un acto voluntario, no un naufragio, y se le requiere también cierta
prestancia y superioridad; los náufragos de Nicuesa que no fueron muertos por
los nativos, acabaron, como era de esperarse, sometidos por ellos.
Ahora bien, se ha establecido la hipótesis en el sentido de
que la península de Yucatán ya había sido descubierta previamente a la
expedición de Francisco Hernández de Córdoba. No sólo está el hecho de la
presencia de españoles en la península de Yucatán que se demostró cuando Hernán
Cortés la visitó durante su expedición de conquista, sino que algunos autores
como Michel Antochiw Kolpa, historiador y cartógrafo, en su reciente obra
laureada Historia Cartográfica de la Península de Yucatán señala y sustenta
cartográficamente:
"....Existe (entonces) la
posibilidad de que Yucatán haya sido visitado por lo menos dos veces antes de
su "descubrimiento", ambas por navegantes portugueses, la primera vez
desde el norte, la segunda desde el sur..."
La propia enciclopedia Yucatán en el tiempo, en el artículo
correspondiente a "Historiadores de Yucatán" dice:
"...todavía persisten dudas
sobra la fecha real y la identidad del autor del descubrimiento (de Yucatán),
ya que el mapa más antiguo en que aparece Yucatán data de 1513, cuatro años
antes del viaje de Hernández de Córdoba...
En todo caso, aunque no fuera el primer en descubrir
Yucatán, Cordoba fue el que exploró y estudió estas tierras.
Los navegantes adelantaron los dos barcos de menor calado,
para saber si podían fondearlos con seguridad junto a tierra. Bernal data el 4
de marzo de 1517 el primer encuentro con indios de Yucatán, que acudieron a
esos barcos en diez canoas grandes, tanto a remo como a vela. Entendiéndose por
señas, los indios —los primeros intérpretes, Julián y Melchor, los habría de
obtener precisamente esta expedición— siempre con alegre cara y muestras de paz
comunicaron a los españoles que al día siguiente acudirían más piraguas, para
llevar a los recién llegados a tierra.
Este momento en que los indios subieron a las naves
españolas y aceptaron las sartas de cuentas verdes y demás baratijas preparadas
al efecto fue uno de los pocos contactos pacíficos que tuvo el grupo de
Hernández con los indios, e incluso en este las muestras de paz eran fingidas.
Precisamente durante estos contactos del 4 de marzo podrían haber nacido dos
topónimos, Yucatán y Catoche, cuya historia sorprendente y divertida —acaso
demasiado para ser del todo cierta— se cita a menudo: sea historia o leyenda,
ésta quiere que los españoles hayan preguntado a los indios por el nombre de la
tierra que acababan de descubrir, y que al escuchar su respuesta, bastante
predecible: "no entiendo lo que dices"... "ésas son nuestras
casas"... pusieran a la tierra por nombre justo lo que escuchaban:
Yucatán, que querría decir "no te entiendo", para la
"Provincia”" completa (o isla, según creían ellos), y Catoche, que
significaría "nuestras casas", a la población donde desembarcaron y
al cabo.
Fray Diego de Landa dedica el segundo capítulo de su
Relación de las cosas de Yucatán a la Etimología del nombre de esta Provincia.
Situación de ella y en él nos confirma el caso del cabo Catoche, que procedería
efectivamente de cotoch, “nuestras casas, nuestra patria”, pero no parece en
cambio que confirme lo de que Yucatán signifique "no entiendo".
Finalmente, Bernal Díaz del Castillo también se ocupa del
asunto. Confirma la etimología de Catoche como "nuestras casas", pero
aporta para Yucatán una explicación todavía más sorprendente que la de "no
te entiendo". Según ella, los dos indios capturados en la batalla de
Catoche, Julianillo y Melchorejo, en sus primeras conversaciones con los
españoles en Cuba, y estando presente Diego Velázquez, habrían hablado del pan.
Los españoles explicando que su pan estaba hecho de "yuca", los
indios mayas aclarando que al suyo le decían "tlati", y de la
repetición de "yuca" (voz caribe, no maya) y "tlati"
durante esta conversación, los españoles habrían deducido falsamente que les
estaban intentando enseñar el nombre de su tierra: Yuca-tán.
Es probable que el primer narrador de la historia del
"no te entiendo" fuera Fray Toribio de Benavente, Motolinía, que al
final del capítulo 8 del tratado tercero de su Historia de los indios de la
Nueva España dice: "porque hablando con aquellos Indios de aquella costa,
a lo que los Españoles preguntaban los Indios respondían: «Tectetán, Tectetán»,
que quiere decir: «No te entiendo, no te entiendo»: los cristianos corrompieron
el vocablo, y no entendiendo lo que los Indios decían, dijeron: «Yucatán se
llama esta tierra»; y lo mismo fue en un cabo que allí hace la tierra, al cual
también llamaron cabo de Cotoch; y Cotoch en aquella lengua quiere decir casa.
Al día siguiente, según lo prometido, los indios volvieron
con más piraguas para trasladar a los españoles a tierra. Éstos contemplaron
bastante alarmados cómo la costa se llenaba de nativos, presintiendo que el
desembarco podía ser peligroso. No obstante, bajaron a tierra como lo
solicitaba su hasta ahora amable anfitrión, el cacique de El gran Cairo, aunque
por precaución usaron sus propios bateles en lugar de aceptar ser llevados por
los indios en canoas, y por supuesto salieron armados, procurando sobre todo
llevar ballestas y escopetas ("quince ballestas y diez escopetas", si
creemos en la increíble memoria de Bernal Díaz del Castillo).
Los temores de los españoles se confirmaron inmediatamente.
El cacique les tenía preparada una emboscada en cuanto pisaran tierra. Multitud
de indios los atacaron, armados con lanzas, rodelas, hondas (hondas dice
Bernal; Diego de Landa niega que los indios de Yucatán conocieran la honda;
sostiene que lanzaban las piedras con la mano derecha, utilizando la izquierda
para apuntar; pero la honda era conocida en otros puntos de Mesoamérica, y el
testimonio de los que recibían las pedradas merece sin duda más crédito),
flechas lanzadas con arco, y armaduras de algodón. Sólo la sorpresa producida
en los indios por las cortantes espadas, las ballestas y las armas de fuego
pudo ponerlos en fuga, consiguiendo los españoles volver a embarcar, no sin
sufrir los primeros heridos de la expedición.
Durante esta batalla de Catoche ocurrieron dos hechos que
tendrían gran influencia futura: uno fue el haber hecho prisioneros a dos
indios, a los que una vez bautizados se les llamó Julián y Melchor, o más
frecuentemente Julianillo y Melchorejo: habrían de ser los primeros intérpretes
de los españoles en tierra maya, en la expedición de Grijalva. Otro fue la
curiosidad y valor del clérigo González, capellán del grupo, que habiendo
saltado a tierra con los soldados, se entretuvo en explorar —y desvalijar— una
pirámide y unos adoratorios, mientras sus compañeros intentaban salvar la vida.
El clérigo González vio por primera vez los ídolos, y recogió piezas "de
medio oro, y lo más cobre", que de todos modos serían suficientes para
excitar la codicia de los españoles de Cuba, al regreso de la expedición.
Al menos dos soldados murieron como resultado de las heridas
de esa batalla.
De vuelta en los navíos, Antón de Alaminos impuso una
navegación lenta y vigilante, moviéndose sólo de día, porque estaba empeñado en
que Yucatán era una isla. Además, empezó la mayor penalidad de los viajeros, la
falta de agua de boca a bordo. Los depósitos de agua, pipas y vasijas, no eran
de la calidad requerida para largas travesías; perdían agua y no la conservaban
bien, exigiendo frecuentes desembarcos para renovar el imprescindible líquido.
Cuando fueron a tierra para llenar las pipas, cerca de un
pueblo al que llamaron Lázaro (En lengua de indios se llama Campeche, nos
aclara Bernal), los indios se les acercaron una vez más con apariencia
pacífica, y les repitieron una palabra que debería haberles resultado
enigmática: "Castilian". Luego se atribuyó la palabra a la presencia
en las proximidades de Jerónimo de Aguilar y de Gonzalo Guerrero, los náufragos
de Nicuesa. Los españoles encontraron un pozo "de cal y canto"
utilizado por los indios para abastecerse de agua dulce, y pudieron llenar sus
pipas y vasijas. Los indios, otra vez con aspecto y maneras amigables, los
llevaron a su poblado, donde una vez más pudieron ver construcciones sólidas y
muchos ídolos (Bernal alude a los "bultos de serpientes" en las
paredes, tan característicos de Mesoamérica). Conocieron además a los primeros
sacerdotes, con su túnica blanca y su larga cabellera impregnada de sangre
humana. Estos sacerdotes les hicieron ver que las muestras de amistad no
continuarían: convocaron a gran cantidad de guerreros y mandaron quemar unos
carrizos secos, indicando a los españoles que si no se marchaban antes de que
se extinguiera el fuego, los atacarían. Los hombres de Hernández decidieron
retirarse a los barcos, con sus pipas y aljibes de agua, y consiguieron hacerlo
antes de que los indios los atacaran, saliendo bien librados del descubrimiento
de Campeche.
Pudieron navegar unos seis días de buen tiempo y otros
cuatro de temporal, que a punto estuvo de hacerlos naufragar. Pasado ese
tiempo, el agua dulce se les volvió a agotar por culpa del mal estado de los
depósitos. Estando ya en situación extrema, se detuvieron a recoger agua en un
lugar que Bernal a veces llama Potonchán y a veces por su nombre actual de
Champotón, donde discurre el río del mismo nombre. En cuanto habían henchido
las pipas, se vieron rodeados de muchos escuadrones de indios. Pasaron la noche
en tierra, con grandes precauciones y guardados por "velas y
escuchas".
Esta vez los españoles decidieron que no debían escapar,
como en Lázaro-Campeche: necesitaban agua, y la retirada parecía más peligrosa
que el ataque si los indios la estorbaban. Así que decidieron luchar, con
resultado muy adverso: nada más empezar la batalla ya habla Bernal de ochenta
españoles heridos. Recordando que los originalmente embarcados eran un centenar
de personas, no todos soldados, eso da idea de que estuvieron muy cerca de
terminar en ese momento la expedición. Pronto descubrieron que los escuadrones
de indios se multiplicaban con nuevos refuerzos, y que si bien espadas,
ballestas y arcabuces los asustaban al principio, conseguían superar la
sorpresa procurando asaetear a distancia a los españoles, para mantenerse alejados
de sus espadas. Al grito de "Calachumi", que los conquistadores
pronto supieron traducir como "al jefe", los indios se ensañaron
especialmente con Hernández de Córdoba, que llegó a recibir diez flechazos.
También aprendieron los españoles el empeño de sus oponentes por capturar
personas vivas: dos fueron hechas prisioneras y seguramente sacrificadas
después; de una sabemos que se llamaba Alonso Boto, y a la otra Bernal sólo es
capaz de recordarla como "un portugués viejo"
Llegó un momento en que sólo quedaba un soldado ileso, el
capitán debía estar prácticamente inconsciente, y la agresividad de los indios
se multiplicaba. Decidieron entonces como último recurso romper el cerco de los
indios en dirección a los bateles, y volver a abordarlos —sin poder ocuparse de
sus pipas de agua— para ganar los barcos. Afortunadamente para ellos, los
indios no se habían preocupado de retirar o inutilizar las barcas, como habrían
podido hacer. Se ensañaron, en cambio, en el ataque con flechas, piedras y
lanzas a los bateles en fuga, que se desequilibraron por el peso y movimiento,
y acabaron dando al través o volcando. Los supervivientes de Hernández tuvieron
que desplazarse asidos a las bordas de las lanchas, medio nadando, pero al
final fueron recogidos por el barco de menor calado, y puestos a salvo.
Los supervivientes, al pasar lista, tuvieron que lamentar la
falta de cincuenta compañeros, incluyendo los dos que se llevaron vivos. El
resto estaban muy malheridos, con excepción de un soldado llamado Berrio, que
resultó sorprendentemente ileso. Cinco murieron en los días siguientes, siendo
arrojados al mar sus cadáveres.
Los españoles llamaron al sitio "costa de la mala
pelea", y así figuró en los mapas durante algún tiempo.
Los expedicionarios habían vuelto a las naves sin el agua
dulce que obligó al desembarco. Además, veían mermada su tripulación en más de
cincuenta hombres, muchos de ellos marineros, lo que unido a la gran cantidad
de heridos graves les impedía maniobrar los tres barcos. Se deshicieron del de
menor calado quemándolo en alta mar, después de haber repartido en los otros
dos sus velas, anclas y cables.
La sed comenzó a ser intolerable. Bernal habla de que se les
agrietaban lenguas y gargantas, y de soldados que fallecieron porque la
desesperación los llevó a ingerir agua de mar. Otro desembarco de quince
hombres, en un lugar al que llamaron Estero de los lagartos sólo obtuvo agua
salobre, que aumentó la desesperación de los tripulantes.
Los pilotos Alaminos, Camacho y Álvarez decidieron, a
iniciativa de Alaminos, navegar a Florida en lugar de hacerlo directamente a
Cuba. El piloto mayor Alaminos recordaba su exploración de La Florida con Juan
Ponce de León, y creía saber que esa era la ruta más segura, aunque nada más
llegar a Florida advirtió a sus compañeros de la belicosidad de los indios
locales. Efectivamente, las veinte personas —entre ellas Bernal y el piloto
Alaminos— que desembarcaron en busca de agua fueron atacadas por nativos,
aunque esta vez lograron sobreponerse a ellos, no sin que Bernal recibiera su
tercera herida del viaje, y Alaminos un flechazo en la garganta. Desapareció
también uno de los vigías que se habían puesto en torno a la tropa, Berrio,
precisamente el único soldado que había resultado ileso en Champotón. Pero
pudieron regresar al barco, y por fin llevaban agua dulce que alivió el
sufrimiento de los que habían permanecido en el barco, aunque uno de ellos,
siempre según Bernal, bebió tanta que se hinchó y murió a los pocos días.
Ya con agua, se dirigieron a La Habana con los dos navíos
restantes, y no sin dificultades —los barcos estaban deteriorados y ya hacían
agua, y algunos marineros levantiscos se negaban a accionar las bombas—
pudieron desembarcar en el puerto de Carenas (La Habana), dando por terminado
el viaje.
En algún momento entre 1517 y 1518, los españoles dejaron
abandonada en la isla de Términos (actualmente isla del Carmen) a una perra de
caza, la lebrela de Términos, que luego recuperaría la expedición de Cortés.
Bernal Díaz del Castillo refiere que fue Grijalva el que perdió la perra, pero
Cortés atribuye el anecdótico suceso a Hernández. Si fuera así, como supone el
moderno biógrafo de Cortés Juan Miralles, debería revisarse la ruta de vuelta
de su expedición, que no iría de Champotón a Florida directamente, sino recalando
en la isla del Carmen, algo más al sur.
El descubrimiento de las construcciones arquitectonicas y de
la joyas de oro de El Gran Cairo (Yucatan), en marzo de 1517, fue sin duda un
momento crucial en la consideración de las Indias por los españoles: hasta
entonces, nada se había asemejado a las historias de Marco Polo, o a las
promesas de Colón, que adivinaba Catay —y hasta el Jardín del Paraíso— tras
cada cabo y en cada río. Lejos todavía los encuentros con las culturas azteca e
inca, El Gran Cairo era lo más parecido a ese sueño que los conquistadores
habían contemplado hasta entonces. De hecho, cuando llegaron noticias a Cuba,
los españoles reavivaron su imaginación, creando otra vez fantasías sobre el
origen de los pueblos descubiertos, que remitían a "los gentiles" o a
"los judíos desterrados de Jerusalén por Tito y Vespasiano".
De la importancia que se dio a las noticias, objetos y
personas que Hernández llevó a Cuba da idea la rapidez con la que se preparó la
siguiente expedición que Diego Velázquez encargó a Juan de Grijalva, pariente
suyo y persona de su confianza. Las noticias de que en esa isla de Yucatán
había oro, confirmadas además con entusiasmo por Julianillo, el indio
prisionero desde la batalla de Catoche, cebaron el proceso que concluiría con
la Conquista de México por la tercera flota enviada, la de Hernán Cortés.